Vértebra Cultural “la columna”

Pensamientos Plurales

Isabel Messina

Cuando la cultura la pensamos como sustantivo en su versión singular, la estamos privando de su carácter demiúrgico, plural y corpóreo, invisibilizando posibilidades políticas y cediendo a una práctica única de poder. Por el contrario, la invitación es a recuperar el sentido lúdico de la política a través de la práctica imaginativa para encontrarnos con el asombro de lo posible.

ANTIBIOGRAFÍA

Soy feliz con el oficio de antropóloga porque me permite conocer mundos, personas y motivarme con experiencias ajenas -que también son las mías- cuando acontece ese espacio/momento de encuentro. No soy de aquí, ni soy de allá, por hoy soy nómada porque el mundo es grande y así puedo ser de todos lados. Me gusta compartir lo que sé y pensar en conjunto, para construir sociedades más conscientes y humanas.


Pensamientos Plurales

A veces me gusta regresar a los orígenes de las palabras. No es un ejercicio purista, sino una práctica para recordar lo que hemos dejado de sentir cuando nombramos algo. Vivimos en tiempos políticos en donde la palabra pierde valor, vaciada de su significado, al ser nombrada tantas veces y no encontrar cuerpx significante. Hay muchas promesas sin deseo, tantas como compromisos sin voluntades. Las palabras no van solas, no se contienen a sí mismas, para explicar una necesitamos acompañarlas de más. Las palabras tienen lógica colectiva y activa, su tangibilidad en el mundo depende de nuestra capacidad de accionar.  

Pienso en la palabra cultura, que, aunque se deriva de un verbo -implicando, por lo tanto, acción creativa- se ha convertido en un sustantivo singular, estático, empobrecido de su dinamismo. A veces hasta la escribimos en mayúscula, otorgándole esa sacralidad incuestionada de algo que simplemente es. Para devolverle ese carácter cotidiano y sus cualidades demiúrgicas es necesario pluralizar la palabra. De esta manera hacemos evidentes las múltiples posibilidades de significación y lxs cuepxs que circulan y dan sentido, siendo carne, siendo experiencia, siendo memoria. Nos sitúa en una colectividad de intercambios y posibilidades que la singularidad niega. Las culturas nos dan la posibilidad de habitar cuerpos y territorios. Nos remiten a archivos de saberes y de sentires, a través de los cuales hemos cultivado nuestro alimento material y espiritual durante generaciones. También nos ofrece la posibilidad de relacionarnos de múltiples maneras con los demás vivientes, honrando la vida y dotando de sentidos su ausencia. Las culturas nos dan opciones de satisfacer necesidades y deseos, de ampliar conocimientos, de enriquecernos a través de la memoria compartida. Las culturas nos hablan de consensos, construidos sobre la base de aprendizajes compartidos. 

Por el contrario, la tendencia a la singularización de la palabra cultura implica una abstracción normativa. Es decir, deja de ver las posibilidades existentes para concentrarse en el mandato de preservación esencial. Esteriliza la capacidad de renovación cíclica. Inmoviliza el movimiento, lo detiene espacial y temporalmente. La cultura se cristaliza en un ideal acrítico, en un sujeto mecánico, preocupado por el pragmatismo que requiere la reproducción del mandato de la vida. 

Esta singularización de la experiencia ha propiciado una lógica caníbal de competición por el poder, también sacralizado y singularizado en la práctica de dominación violenta. Vivir en un mundo singular anula el asombro que nos produce el encuentro con la diversidad. Por el contrario, nos aísla desde el miedo a lo ajeno. La singularización se rige sobre la lógica del privilegio narcisista de ser el uno, el mismo, el único. El que se ve incesantemente a sí mismo. Tergiversa los discursos de comunidad, cada vez más asfixiada, limitada y protegida. Es una comunidad privatizada que sabe a clon de un individuo modelo, sustentada sobre el principio de mismidad exclusiva. 

Claro está que este modelo además es insostenible, se rebaza de absurdidad en tanto la pluralidad de seres es innegable, aún ante quienes se obstinan a invisibilizarla. Así se ponen en marcha proyectos políticos de asimilación de esas diferencias. Mientras no se cuestionen las formas y se respeten las normas, que, aunque plurales en realidad responden a un mandato singular, el orden. De esta manera, la cultura se vuelve la cara limpia del orden obsceno. La cultura, en singular, se vuelve una cualidad a ser poseída por el individuo como garantía para mantener inmaculado el ejercicio de poder. El individuo culto es aquel que sabe comportarse con decencia, en el respeto de las “buenas costumbres”.

Pluralizar es un acto de insubordinación contra esa pretensión totalizante del significado que tienen esas palabras: poder, cultura. Se estalla el cristalino sujeto imaginario que ejerce el poder y que posee la cultura. Así, cada astilla se vuelve un prisma que refracta multiplicidad de colores; tantos, como las posibilidades de percibir realidades y de proyectar deseos, orientados hacia diversidad de horizontes. 

Se supone que la pluralidad es uno de los principios que componen las sociedades democráticas. Cada vez menos la pluralidad se hace visible en los procesos electorales, espacios cada vez más cerrados y homogéneos, homologados a la costumbre del privilegio. Por el contrario, la pluralidad se vuelve más evidente cuando estalla la inconformidad. Las manifestaciones son configuraciones espacio temporales del caos orquestado desde la incomodidad que produce el orden: todos los presentes están allí desde un deseo de transformación orientado hacia el bienestar. No todos compartimos la misma noción de bienestar, claro está; sin embargo, lo que nos convoca es esa necesidad que nos hace salir a la calle, dar la cara (cuando se puede), poner lx cuerpx, estar presentes (aunque sea para la foto), amparados por la convicción colectiva de que es importante estar allí, estar juntxs, para reivindicar las oportunidades que me han quitado y me siguen negando. 

Manifestamos con rabia, porque reclamamos alegría. Manifestamos con dolor porque queremos justicia para sanar. Manifestamos para sacudirnos el miedo que nos aísla y nos inmoviliza, haciendo posible el deseo colectivo de cuidado y seguridad. Manifestamos más allá de los derechos que nos corresponden, más allá de la normatividad que contiene y detiene la vida. Manifestamos desde la diversidad de experiencias, movidos por nuestras emociones, desbordadas, superpuestas, escandalosas en su presencia. La dignidad no se compone a partir de la sumatoria de derechos que se le otorgan al sujeto, la dignidad es íntegra, es corpórea, es afectiva y cotidiana. 

Fijarse únicamente en el reclamo por los derechos corre el riesgo de condicionar la mirada hacia una esencialización de lo que debería ser y no de lo que es; regresando, de esta manera, a la singularización del sujeto de derecho, universal y por lo tanto abstracto, prístino, aunque opaco, innegable en su existencia imaginaria y tan desechable en nuestra imperfecta existencia real como personas. 

Generalmente pensamos en las luchas sociales desde una condición de sufrimiento provocada por la ausencia de derechos y cómo esto va moldeando una vida de privaciones. De hecho, hablamos de “gozar” de ciertos derechos, por lo cual hay un indicativo de una dimensión de placer asociada a ellos. ¿Pero de qué manera el tener derechos nos abre al placer? ¿Cómo dejamos afectar nuestra vida por el placer de tener derechos si constantemente estamos defendiéndolos como un bien precioso, bajo amenaza de ser sustraído por quien nos los “otorgó”? Encuentro una perversa relación de poder que develan las palabras del lenguaje institucional. 

Está claro el ejercicio de poder de la entidad -Estado- que tiene que aprobar algo que por precepto es inalienable y constitutivo de las personas. Los derechos se vuelven cualidades aprobadas o reprobadas discrecionalmente según el modelo cultural que sostiene el orden y que da sentido al poder. Cabe el sujeto “culturalmente” moldeado, pero despojado de su dignidad e integridad, porque hay partes de la pluralidad misma que compone a la persona que no son permitidas. 

Aunque en todo esto no he hecho referencia concreta a ningún contexto específico, estoy pensando en Guatemala, como ejemplo de cualquier Estado que ha sido modelado desde un ideal antagónicamente ajeno a la diversidad de personas y demás vivientes que habitan su territorio. En este país el ejercicio del poder está alimentado por el mandato moral cristiano, cuya retórica culpabilizante nos impide gozar en vida. Esto es, limitar los deseos a las pocas oportunidades que se nos ofrecen. Así, la línea del horizonte que contiene todas nuestras posibilidades se estrecha y con ella la imaginación política para explorar otras posibilidades.  

Víctimas del realismo político. Estamos condicionados a pensar la política como una oposición de fuerzas que se resuelve con la dominación del uno sobre el otro. Atrapados en la lógica de singularización, porque ganador solo puede haber uno, mientras que los perdedores son la pluralidad invisible. La lucha no tiene carácter de juego, en tanto no es acto performático de construcción de una idea, sino de imposición. No hay espacio para la imaginación, solo hay espacio para el cálculo. 

La invitación es a pluralizar también la política y el poder, a devolverle el carácter de juego. Es menos trivial de lo que parece, porque el ejercicio imaginativo que se habilita a través del juego es mucho más poderoso, en tanto permite desontologizar las premisas que le atribuimos a estas palabras, tan determinantes para nuestras vidas. El juego además es una práctica de recuperación del placer. En la práctica imaginativa que requiere el juego nos encontramos con el asombro como experiencia extra cotidiana. Es decir, la capacidad de ver aquello que está ocultado por la costumbre de la forma y de la norma. De esta manera aprendemos a no normalizar lo que nos rodea, a pensar en los procesos a través de los cuales construimos y deconstruimos realidades. Pero también nos devuelve esa consciencia cotidiana de pensarnos a nosotros sumergidos en esa normalidad o normatividad. El asombro es pasión, es motivo, motor y movimiento. El asombro también es el encuentro con la pluralidad. 

Pluralizar no es fragmentar, es colectivizar, apostando por los entramados comunitarios que sostienen la vida. La empatía, la solidaridad y el respeto no son valores, son capacidades humanas que tienen sentido cuando estamos y actuamos hacia y con lxs demás. Devolvamos a las políticas el carácter comunitario y territorial, a los poderes la capacidad diversa de ser y de existir. 

A las culturas devolvámosle su carácter plural y demiúrgico que nos permite construir y alimentar los vínculos comunitarios que sostienen esas capacidades de ser y existir.